Hoy os presentamos a un personaje que acaba de enterrar a un ser querido. Es el chico aquel de vaqueros rotos y camiseta demasiado grande que a pesar de su imagen viene de despedir al fallecido. Acaba de enterrar al “Yayo”, a su abuelo o su bisabuelo, no sabemos bien el árbol genealógico, pero en cualquier caso al hombre que vivió una guerra, una posguerra, un boom social, otro económico y una crisis -entre otras cosas- aunque de esta última no se enteró
tanto.
El chaval conoce bien sus historias: ha vivido las batallitas (casi siempre iguales y repetidas, pero no importa), la picaresca, la mala fe, la solidaridad de una época que ya quedó obsoleta pero que le ha aportado tantas bases durante su crecimiento que el mundo de hoy en día le cuesta comprenderlo a la manera de los de su generación. Por eso no sólo se ha muerto el Yayo, también el mundo que le servía de base firme, su “suelo” particular. Quiere parecer impersonal porque sabe por otros compañeros que esa muerte no debía afectarle. Tampoco entiende muy bien el duelo: ahora está, ahora no está. Pero es consciente de que algo dentro de él no se siente bien, no puede asumir la pérdida.
Los compañeros y amigos que han aprovechado la tarde para salir un rato en pandilla se cruzan por la otra acera y le llaman para que se una a ellos, pero no quiere. Lo que le apetece es irse a casa, sentarse en el sofá donde simulaba escuchar mientras leía y ahora se da cuenta de que realmente lo que hacía era simular leer mientras escuchaba.
Que las cortinas vuelvan a tener su historia de cómo había que conseguir la tela y sobre todo la comida con el estraperlo. Que el radiador vuelva a contar la historia de su antecesor el brasero que caldeaba los pies bajo las faldas de la mesa camilla pero que también se convertía en una excusa para poder estar todos juntos y enterarse de la vida de todos.
No quiere aferrarse al recuerdo del Yayo y menos aún el de los últimos años cuando el mundo iba tan deprisa para él que prefirió vivir en su mente, en sus batallitas, en aquel mundo al que se enganchaba simplemente porque lo controlaba, lo entendía y se guiaba por los límites que él conocía. Ha pasado de largo haciendo un gesto que venía a decir “ ya os llamo yo”; pero en el fondo siente que estos momentos son para él.
Por eso va a caminar, como hacía el abuelo –que no había forma de tenerlo quieto en casa sin su paseo, así nevase o cayesen chuzos de punta- cuando aún regía. Se hacía su ronda: campo-taberna-parque y como sin querer lo vemos hacer el mismo recorrido que a menudo había hecho con él para “para que no se perdiese” y “por si pasaba algo”. Y cada vez reconoce menos caras. Se cruza por el camino con gente variopinta y sin embargo…ya nada es lo que era.
Por eso, sin acabar la ronda, da media vuelta, vuelve a casa…y allí tampoco es nada igual: falta algo. La gran mayoría podemos comprender al muchacho porque hemos vivido situaciones similares: ambos, abuelo y nieto se han encajado en mundos que pertenecen al pasado y por eso el abuelo no pudo con su presente y huyó de él a su manera pero el muchacho aún es joven y debemos poner sus fuerzas al servicio del avance. Este tipo de problema lo llamamos en flores de Bach Madreselva. Madreselva te ayudará a abrir las ventanas en lugar de enfermar, agradeciendo al pasado el haberte llevado hasta allí y no haberte encadenado a él, asumiendo que ahora hay nuevas opciones que en algún momento también se convertirán en cimientos pero que por ahora son aventura. Y por fín comprende que ha empezado una nueva etapa.
Por eso coge el móvil y hace esa llamada pendiente. – Chicos, acaba de morir mi Yayo y me gustaría contaros unas cuantas historias mientras nos tomamos unas cocacolas en su honor antes de ir a jugar con la consola.