La Macrobiótica nos propone comer y vivir creando salud física, mental, emocional y de espíritu. George Osawa, el filósofo japonés que la introdujo en Occidente, expone en sus escritos cómo este sólido bienestar individual desarrolla en el ser humano la capacidad del juicio supremo, la semilla de una sociedad igualmente bien nutrida, saludable, feliz y justa y, como tal, pacífica. En el plano concreto de la salud individual, la Macrobiotica propone el regreso a una alimentación natural, eficiente y limpia, partiendo del hecho de que en nuestra industrializada sociedad, una parte importante de los productos que consumimos no cumple la función de nutrir, sino más bien la contraria.
La agricultura y la ganadería actuales están basadas en el uso continuado de químicos que reducen el valor nutricional e intoxican los alimentos (herbicidas, pesticidas, abonos químicos, antibióticos…); la industria alimentaria manipula los productos mediante el refinado, el precocinado, la adición de aditivos químicos o radiación, la modificación genética, etc. En cada una de estas intervenciones el producto final ve mermada su capacidad de nutrir y acrecentada su capacidad de herir.
El rescate de productos sanos es crucial; los alimentos deben ser naturales y completos; deben ser producidos por métodos tradicionales respetuosos con el medio que no comprometan la biodiversidad ni el futuro del ecosistema. Han de ser, siempre, productos integrales, completos, ya que el proceso de refinado elimina partes nobles esenciales para el organismo consumidor. El refinado de un grano de trigo o de arroz consiste en la eliminación de la piel y el germen de cada grano y supone la pérdida de dos terceras partes de sus nutrientes; en algunos casos, como el de la Vitamina E, la pérdida es del 100%. La piel del cereal contiene una alta concentración de minerales y proteínas, además de fibra alimentaria necesaria para la salud del intestino humano.
Por su parte, el germen es la estructura más preciada por ser donde reside la capacidad de reproducción de una nueva planta; para este fin, ha sido dotado de un excelente contenido en ácidos grasos esenciales mono y poliinsaturados, minerales, vitaminas y proteínas. Por tanto, al refinar el cereal habremos desechado la esencia de su capacidad nutritiva, sus partes más nobles, para conservar casi en exclusividad el pobre almidón que nos aportará fundamentalmente calorías.
Hay que añadir, además, el hecho de que el organismo humano no podrá utilizar adecuadamente los aportes de este almidón al que hemos despojado de los componentes imprescindibles para su correcta metabolización. Esta es una de las importantes razones por las que la Macrobiotica se basa en el consumo de cereales integrales; pero no la única. Los Cereales aportados por la Naturaleza son semillas completas y como tales guardan en sí la vida. Los granos de cebada, trigo o centeno reservados en condiciones adecuadas, tiene la capacidad de mantener su integridad y preservar durante muchos años su capacidad de germinar y crear Vida. Por ello, si queremos que nuestra comida sea para nuestro cuerpo una fuente de vitalidad tendremos que tener en cuenta que solo quien porta la Vida puede transmitirla.
Desde la visión más cartesiana de la bioquímica, en lo que a las recomendaciones dietéticas se refiere, los Cereales están dotados de una concentración de nutrientes excepcional. Nos proporcionan un aporte indispensable de carbohidratos complejos, una óptima proporción de lípidos y ácidos grasos esenciales, un amplísimo espectro de vitaminas tanto liposolubles como hidrosolubles, minerales, proteínas y también la fibra necesaria para preservar la salud intestinal; aportan numerosos fitoquímicos como la inulina, los lignanos y flavonoides con acción prebiótica, antioxidante, inmunoestimulante y/o protectora frente a enfermedades metabólicas y degenerativas.
En una ración de arroz integral, por ejemplo, encontraremos zinc, fósforo, hierro, silicio, selenio, potasio, calcio, magnesio, así como Vitamina E y las Vitaminas del complejo B entre otros nutrientes esenciales. También otras semillas portadoras de vida como las leguminosas (garbanzos, lentejas, etc.) y las semillas oleaginosas (sésamo, girasol, calabaza…) son importantes en la propuesta macrobiótica. Bioquímicamente, la composición nutricional de estos alimentos es más limitada que la de los superdotados cereales (arroz, cebada, mijo…) sin embargo, servirán para complementarlos con aportaciones importantes de diversos nutrientes como ácidos grasos, fibras, lípidos y un interesante contenido en aminoácidos esenciales que optimizarán el cómputo de proteínas de la dieta diaria.
A partir de aquí, la Macrobiótica nos aconseja el uso diario de vegetales frescos. Siguiendo la trayectoria establecida, habrán de ser vegetales producidos de modo natural, sin tratamiento químico, genético o por radiación. En nuestro entorno, cada vez hay más posibilidades de conseguir productos frescos ecológicos a través de comercios especializados o contactando directamente con los agricultores, aunque esta posibilidad varía mucho de unas regiones a otras. Sea cual sea la situación concreta, no olvidemos que la demanda hace la oferta; pidamos y nos darán. Los vegetales son productos muy perecederos. Por tanto solo los productos locales o cercanos a nuestro entorno podrán mantenerse en buen estado hasta ser consumidos sin necesidad de tratamientos post-cosecha.
Los alimentos producidos con métodos ecológicos contienen una mayor proporción de nutrientes que los obtenidos por la agricultura estándar actual, pudiendo incluso duplicar el aporte de algunos minerales y vitaminas. Otro aspecto importante son las condiciones climáticas en que se han desarrollado los vegetales. La Macrobiótica concede gran importancia al hecho de que los alimentos perecederos sean productos de temporada, crecidos en el mismo entorno climático en que van a ser consumidos. Si es invierno, nos abasteceremos con las verduras del invierno propias de nuestra latitud y si estamos en pleno verano será con hortalizas y frutas crecidas en ese tiempo y lugar. Así aseguramos una perfecta sincronía energética entre el consumidor y lo consumido, de modo que las cualidades específicas de la energía que porta ese alimento jugarán a favor de nuestra salud. Este es un concepto un tanto distante para el pensamiento occidental, al que, sin embargo, merece la pena acercarse por la importante repercusión práctica que tiene en la salud.
Pongamos por caso una hortaliza que crece en un clima frío en pleno invierno; por ejemplo una col. Durante su desarrollo, para sobrevivir, habrá de ser capaz de soportar bajas temperaturas, quizá incluso nieve, y un determinado grado de humedad, lo que le confiere la característica energética de la protección contra el frío y las condiciones adversas del invierno. Cuando una persona o animal come esa col, no sólo está comiendo sus hojas verdes sino también la información que ellas han desarrollado en la interacción con el medio; por tanto, le aportará, además de sus nutrientes bioquímicos, esa propiedad de saber defenderse del rigor invernal.
Esto no sería posible si en su lugar la persona comiera en el enero de un clima frío, una col cultivada en el trópico; en este supuesto, la col habrá crecido defendiéndose del calor y, por tanto, en condiciones opuestas a las necesidades de quién la va a consumir en un invierno continental. Los productos de mar también tienen su lugar dentro de la propuesta macrobiótica. Los pescados son una buena fuente de proteína animal, de vitaminas y de ácidos grasos esenciales del grupo omega 3, libre de las poco recomendables grasas saturadas.
El mar nos ofrece, además, sus vegetales: las algas. Consumidas ancestralmente por pueblos costeros de todo el mundo por su concentradísimo aporte de minerales y vitaminas y de fitoquímicos saludables como los alginatos que actúan como quelantes atrapadores de sustancias tóxicas diversas. Las diferentes variedades de verduras marinas pueden incluirse en la alimentación habitual en muy diversas fórmulas, aportando con ellas interesantes beneficios a nuestra dieta.
Finalmente, la macrobiótica cuenta con productos específicos enraizados en las tradiciones culinarias y medicinales de las culturas orientales. Se trata en su mayor parte de condimentos elaborados mediante cuidados procesos de fermentación, ricos en enzimas reguladoras de la función digestiva y una elevada concentración de nutrientes con acción antioxidante y/o alcalinizante. Misos, tamari, shoyu, tekka… son preparados altamente eficaces que protegen a cada célula y al organismo en su conjunto de los nocivos efectos de los radicales libres y de la acidificación contribuyendo al mantenimiento de la salud y a la recuperación de la enfermedad.
Una vez seleccionados los alimentos que favorecen nuestra salud, tenemos una segunda herramienta que adaptará cada producto a la situación concreta de la persona potenciando, así, sus beneficios. Esto se consigue aplicando en cada caso métodos de cocinado y manipulación adecuados al resultado que se desea conseguir. El cocinado es, sin duda alguna, un proceso alquímico muy potente que modula las propiedades energéticas de las materias primas. Implica un sutil juego de energías que nos permite potenciar la capacidad sanadora de lo que comemos. Con este planteamiento, la Macrobiótica consigue una función metabólica óptima imprescindible para obtener la salud Integral: física, mental, emocional y de espíritu.