Las patologías crónicas como las enfermedades cardiovasculares, el cáncer, las afecciones respiratorias crónicas, la diabetes o las enfermedades mentales, afectan lentamente y durante un largo período de tiempo a las personas que las padecen. Constituyen una verdadera epidemia en nuestra sociedad actual y se encuentran entre las principales causas de morbilidad y mortalidad, más aún que las enfermedades infecciosas. El paraguas bajo el cual se sitúan todas estas patologías tiene un nombre: INFLAMACIÓN, es decir, son enfermedades con una base inflamatoria.
La inflamación es un proceso regenerativo y curativo que, pese al dolor que provoca, es un mecanismo defensivo del organismo frente a cualquier tipo de agresión. Pero la inflamación también se concibe como un proceso agudo o crónico que constituye el sustrato fisiopatológico o morfopatológico de multitud de alteraciones que se producen en los seres vivos. Derivado de ello, es una práctica de la medicina alopática o convencional recurrir a la farmacología antiinflamatoria.
Sin embargo, como antiinflamatorios y efectos secundarios son dos conceptos que van unidos de la mano, es habitual acceder a comunicados de estamentos oficiales como la Agencia Europea del Medicamento (EMA) recomendando evitar la prescripción de antiinflamatorios en distintos colectivos, expresamente en pacientes crónicos con patologías cardiocirculatorias, personas diabéticas o los mismos fumadores.
¿Existen alternativas a los fármacos para combatir la inflamación?
La respuesta a esta pregunta podría ser que existen estrategias efectivas basadas en métodos no agresivos que nos pueden ayudar a normalizar el estado proinflamatorio y, por tanto, restablecerlo. Por otra parte, podemos reservar la farmacología convencional para aquellos casos en que sea necesaria. En síntesis, esta es la base de la Medicina Integrativa. Como a los profesionales que preconizamos este tipo de Medicina a menudo se nos exige evidencia científica, me gustaría referenciar un interesante artículo en relación a este tema. En el año 2.002, un investigador, Seaman publicó en la revista Journal of Manipulative Physiological Therapeutics un artículo denominado The diet-induced proinflammatory state: a cause of chronic pain and other degenerative diseases? (La dieta inductora de un estado proinflamatorio, ¿es la causa de enfermedades crónicas y otras patologías degenerativas?) El propósito inicial de su investigación era delinear un programa nutricional básico que permitiese a los profesionales sanitarios combatir los estados proinflamatorios.
La conclusión del estudio es, a mi juicio, sumamente trascendental: “Ya no podemos concebir distintas enfermedades como distintas entidades bioquímicas. Casi todas las enfermedades degenerativas tienen una misma etiología bioquímica subyacente, que reside en un estado proinflamatorio inducido por la dieta”. Concluía además que aunque las enfermedades inflamatorias pueden requerir de tratamientos específicos, como el uso de determinados fármacos, el programa de tratamiento también debe incluir protocolos nutricionales para reducir este estado proinflamatorio.
Importancia de la dieta en el tratamiento del estado proinflamatorio
La inflamación puede ser inducida por una infección, una herida o también por una exposición crónica a factores de tipo proinflamatorio, como sería el caso de una dieta poco saludable. Un ejemplo de esta relación lo tenemos en la obesidad y el cáncer de páncreas. Investigaciones realizadas por importantes universidades norteamericanas sugieren que el mecanismo de la carcinogénesis pasa fundamentalmente por la asociación entre la ingesta excesiva de calorías y el nivel de proteínas señalizadoras de la inflamación. De tal modo que dichas investigaciones concluyen que la restricción de calorías podría desempeñar un papel esencial en la prevención de tumores pancreáticos causados por la inflamación crónica. El dotar de evidencia científica a una dieta de características antiinflamatorias es una misión compleja por cuestiones metodológicas.
Lo más habitual es que los estudios se centren en valorar la dieta o el consumo de determinados nutrientes con el desarrollo de enfermedades crónicas específicas. Para ello se suele valorar diversos marcadores de la inflamación, fundamentalmente la proteína C reactiva (PCR), así como el valor sérico de la interleucina 6 (IL-6) o los niveles de los factores de necrosis tumoral (TNF), por citar algunos de ellos. Así, de todas las dietas o determinados alimentos que han sido estudiados, es la dieta mediterránea la que ha permitido los niveles más bajos de los marcadores inflamatorios valorados. En relación a ella, es probablemente una de las mejores opciones para prevenir el cáncer. Estudios epidemiológicos realizados tras analizar distintos metabolitos proinflamatorios evidencian que aquellos pacientes que consumían una dieta de tipo mediterráneo tradicional, en la que hay un consumo mayor de frutas y cereales así como de aceite de oliva, tendían a presentar menores niveles periféricos de estos metabolitos.
Curiosamente, esto no ocurría en un grupo comparativo en el que únicamente adoptaban una dieta baja en grasa, donde además aquellos mejoraban otros parámetros tales como las cifras de tensión arterial, el perfil lipídico y la resistencia a la insulina. Por otra parte, los azúcares simples y los alimentos ricos en ellos, como los cereales refinados, se caracterizan por tener un elevado índice glucémico, es decir, aumentan rápidamente la glucemia postprandial así como los niveles de insulina. Esta característica provoca una hipoglucemia reactiva capaz de reducir la disponibilidad de óxido nítrico, aumentando la producción de radicales libres que a su vez pueden activar el proceso inflamatorio. Al contrario, diferentes estudios epidemiológicos han demostrado una relación inversa entre el consumo de cereales integrales y los niveles periféricos de inflamación.
Precisamente, una evolución de la dieta mediterránea es la base de la propuesta de Barry Sears con la conocida dieta de la Zona, consistente en controlar la carga glucémica de los macronutrientes ingeridos para mantener el nivel hormonal estable durante todo el día dentro de una zona, en la que son eficaces pero no perjudiciales. Para lograrlo propone ingerir en cada toma, hidratos de carbono, proteínas y grasas en una proporción de 40, 30 y 30% respectivamente. Sin embargo, hay ciertos estudios que desaconsejan este tipo de dietas, al menos mantenidas durante largos periodos de tiempo, por contener demasiados productos de origen animal, ricos en ácido araquidónico, especialmente en personas con patologías inflamatorias activas. Como veremos posteriormente se han reportado en estudios realizados con humanos una gran disminución de distintos niveles séricos proinflamatorios con la incorporación de grasas omega-3.
Por ello, una alternativa muy interesante podría ser una modificación de la dieta mediterránea en la que se introduzcan ciertos rasgos de la alimentación japonesa, especialmente el mayor consumo de alimentos ricos en ácidos grasos omega 3. La elevada evidencia científica de cómo determinados patrones de ácidos grasos plasmáticos se vinculan a muchas de estas patologías con base inflamatoria merece dedicarle un apartado a estas importantes sustancias.
Ácidos grasos esenciales e inflamación
Entre las sustancias que en mayor medida influyen sobre las reacciones metabólicas inflamatorias, probablemente los mejor estudiados sean los ácidos grasos esenciales. El término esencial hace referencia a que nuestro organismo es incapaz de producirlos por sí mismos y debe de obtenerlos a partir de una fuente externa, mayoritariamente vegetal. Los ácidos grasos son uno de los componentes básicos de los lípidos. Poseen una estructura química característica ya que son largas cadenas compuestas por átomos de carbono, hidrógeno y oxígeno. Cuando estos átomos se unen mediante enlaces sencillos se denominan ácidos grasos saturados para distinguirlos de los insaturados, con uno o más dobles enlaces. Lo que les distingue a unos de otros es precisamente el número y la posición de los dobles enlaces.
No obstante, disponemos de una nomenclatura científica muy codificada que simplifica la fórmula de los ácidos grasos. Según la posición en el que esté situado la primera insaturación (el doble enlace), diremos que se trata de un ácido graso omega-9 (la posición en la que se encuentra el primer doble enlace es en el noveno carbono de la cadena), omega- 6 (la primera insaturación se encuentra en el sexto carbono) y omega-3 (el primer doble enlace está introducido en el tercer carbono). Esta es la razón técnica de los tan publicitados omegas. Previo a la Segunda Guerra Mundial se utilizaba la presión en frío para obtener los aceites los cuales se filtraban posteriormente en papel o tejidos, proceso sin ningún tipo de intervención química.
A partir de ese momento se hizo necesario aumentar el rendimiento de obtención del aceite a la vez que se intentó conseguir que fuesen más estables a temperatura ambiente. La solución fue someter las grasas a un proceso de hidrogenación, método en el cual se introducen las grasas poliinsaturadas en tanques metálicos para ser sometidas a una fuente de hidrógeno mediado por altas temperaturas. Posteriormente se procedía a un proceso de refinado con el objeto de eliminar los disolventes empleados en la extracción.
Si bien es cierto que mediante este procedimiento se produce más aceite, también conlleva varias consecuencias no deseadas: Se destruye la vitamina E natural contenida en el aceite por lo que se hace necesario agregar alfa-tocoferol sintético. Por otra parte, se pierden algunas características organolépticas ya que es un aceite que carece de sabor y olor. Se produce una transformación de los ácidos grasos de la forma cis “biológicamente activa” a la forma trans. Este término proviene de la configuración bioquímica de la nueva grasa, diferente en estructura a la de los aceites vegetales de las que se originan.
Este sutil cambio transforma la grasa vegetal en una incluso peor que la saturada, pues nuestro cuerpo no está acostumbrado a metabolizarla. A mediados de los años cincuenta del siglo pasado las grasas trans se convirtieron en el comodín de la industria alimentaria. Estas eran más fáciles de manipular que los aceites ya que aportaban textura y sabor a los alimentos, se conservaban durante más tiempo y eran más baratas. Además, se las creía más saludables que las grasas saturadas, de origen animal, a las que sustituían. Las grasas trans están presentes en la dieta, añadidas en determinados alimentos. La industria las utiliza al permitir que el aceite se haga semisólido y podamos untarlo. En general, aparecen en alimentos manipulados como la bollería industrial, galletas, snacks, patatas fritas, comidas rápidas y los alimentos precocinados.
El calentamiento rompe los dobles enlaces, permitiendo que el gas hidrogene parcialmente el aceite, es decir, se satura. Una de las consecuencias de este proceso de hidrogenación (saturación) es la formación de uno de los metabolitos más proinflamatorios, al ácido araquidónico. Han pasado los años y ya sabemos que estas grasas son enormemente nocivas por distintos motivos: aumentan el “colesterol malo”, hace descender el “colesterol bueno”, modifican la función de las arterias, inflamando su pared, lo que favorece el desarrollo de la arteriosclerosis. Pero también promueven la inflamación orgánica; por tanto, ingerirlas nos aporta más peligros que beneficios. En este sentido, la FDA y otras administraciones sanitarias han iniciado la batalla contra estas grasas al exigir una clara información nutricional. Algunos países han limitado claramente su consumo y otros han obligado a los fabricantes a etiquetar correctamente los productos que las contienen, ya que utilizando términos ambiguos como grasas parcialmente hidrogenadas estamos diciendo lo mismo que ácidos grasos trans.
El papel que desempeñan los ácidos grasos trans, aún siendo perjudicial, probablemente es similar al ejercido por el abuso de los ácidos grasos poliinsaturados de la serie omega 6 (ω-6). Estos, son también una clase de ácidos grasos esenciales, es decir, que deben ser incorporados a través de la alimentación. Sus principales fuentes son las carnes rojas y las procedentes de aves, huevos, productos lácteos, frutos secos y los aceites vegetales como el aceite de soja, maíz, cártamo o girasol.
Por el contrario, los ácidos grasos de la serie omega 3 (ω-3) al disminuir el contenido de ácido araquidónico de las membranas celulares, permiten la síntesis de metabolitos con menor efecto inflamatorio en comparación a los de la serie ω-6. El pescado azul, como el salmón, caballa, sardinas, arenque o el atún son excelentes fuentes de ácidos grasos de la serie ω-3. Existen escasas pero interesantes fuentes vegetales de estos ácidos, especialmente las semillas de linaza, chía o los frutos secos. Sin embargo, es más directo el efecto antiinflamatorio del aceite de pescado.
Es un hecho conocido que tanto los ácidos grasos de la serie ω-6 como los de la serie ω-3, además de ser esenciales para el desarrollo y el crecimiento, juegan un papel clave en la prevención y el tratamiento de la enfermedad coronaria, la hipertensión, la diabetes, la artritis, el cáncer y otras condiciones inflamatorias y autoinmunes. La modificación de los hábitos alimentarios producidos en el último siglo ha conducido a un cambio en el consumo de ácidos grasos consistente en un aumento del consumo de la serie ω-6 y una marcada reducción en el consumo de la serie ω-3. Esto, a su vez, ha dado lugar a un desequilibrio en la relación ω-6/ω-3, que ahora es muy diferente de la original, es decir, la que los seres humanos mantenían en el pasado. Efectivamente, en el Paleolítico, la dieta humana se caracterizaba por una baja ingesta de calorías en forma de grasas totales, menor aún era la ingesta de grasas saturadas, mientras que el consumo de ácidos grasos trans era insignificante. Además, la dieta de la población de estos cazadores-recolectores presentaba una proporción equilibrada ω-6/ω-3 (1-2:1) como resultado del consumo de los alimentos que consumían (carne, vegetales, huevos, pescado, frutos secos y bayas). Esta situación hizo una contribución significativa a la evolución humana, influyendo y permitiendo el desarrollo cerebral y cognitivo de la especie.
El sentido común nos lleva a plantearnos que para evitar una condición inflamatoria que nos permita prevenir y tratar sus patologías asociadas, se necesita una ingesta de ácidos grasos poliinsaturados ω-6/ω-3 en una proporción no superior a 4:1, siendo conveniente incluso un cociente inferior. Actualmente, esta relación puede estar en 25:1 o incluso superior, claramente desfavorable. A la vez, hemos de seguir incorporando el aceite de oliva, como máximo exponente de los ácidos grasos monoinsaturados de la serie ω-9 y de la mejor calidad.
Numerosos países y organizaciones sanitarias recomiendan incrementar los niveles de ingesta de aquellos alimentos ricos en ácidos grasos de la serie ω-3 o de sus metabolitos, especialmente dos de ellos, EPA y DHA. Mientras que futuras investigaciones científicas determinen que ratio ω-3/ω-6 es el más adecuado, es evidente es hemos de incorporar los ácidos grasos de la serie ω-3 en mayor cantidad en nuestra alimentación. En relación a la posología, para prevenir cualquier patología inflamatoria es suficiente con 1 gramo de aceite de pescado. En el caso de querer tratar un proceso inflamatorio agudo se recomiendan de 2 a 4 gramos/día.
Como se suelen confundir los conceptos aceite de pescado con ácidos grasos omega-3 y con los ácidos grasos DHA y EPA, para evitar confusiones hemos de especificar que 1 gramo de aceite de pescado suele contener 300 mg de ácidos grasos omega-3, de los que 180 mg suelen corresponder a EPA y 120 mg a DHA. En el caso de no llegar a estos requerimientos se hace necesario recurrir a distintos suplementos alimenticios que se comercializan. Sin embargo, debemos ser cuidadosos y hacer una adecuada selección. Además de conocer la concentración exacta de los principales ácidos grasos de la serie omega-3 (EPA y DHA) se ha de especificar su procedencia; debe ser una condición indispensable que estén exentos de tóxicos y metales pesados.