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Desnutrición infantil: La batalla del siglo XXI

La manifestación extrema del hambre en regiones como el Sahel o el Cuerno de África es solo la punta del iceberg de un problema que se extiende por decenas de países y que afecta en este momento a cerca de mil millones de personas en todo el planeta. Son las víctimas de una tormenta perfecta en la que operan cuatro crisis combinadas que se alimentan entre sí: el impacto del cambio climático en el acceso a recursos naturales y la producción agraria; la subida acelerada del precio de los alimentos básicos; las consecuencias de la crisis financiera en los gastos y los ingresos de los países; y, finalmente, el efecto de los conflictos en el acceso de la población afectada a los alimentos. Como consecuencia, 19.000 niños y niñas mueren cada día en el mundo por causas evitables.

La vida de los niños y niñas se juega en una ruleta de riesgos y vulnerabilidad, donde las políticas tradicionales de nutrición necesitan el complemento de la protección social y la seguridad alimentaria. El esfuerzo de los últimos quince años está dando resultados desiguales, se calcula que en 20 países se concentra casi la totalidad de casos donde la desnutrición fue la causa subyacente de una de cada dos muertes por diarrea, malaria y neumonía.

En otras palabras, la vulnerabilidad derivada de una nutrición inadecuada es la puerta de entrada a un círculo vicioso de enfermedades y debilidad que, en último término, puede acabar en la muerte. El hecho es que el fracaso contra la desnutrición tiene implicaciones en muchos otros ámbitos del bienestar y el progreso de un país, desde la sostenibilidad de los sistemas públicos de salud hasta los resultados de la inversión en educación. Por eso fue identificada por el panel de expertos del Consenso de Copenhague como la primera de las inversiones en desarrollo en términos de coste-eficacia. Es difícil pensar en uno solo de los Objetivos del Milenio que no se vea directa o indirectamente afectado por la carga relativa de la desnutrición, lo que implica que su reducción es una de las inversiones más rentables que se pueden realizar.

El coste total de poner fin a la desnutrición en cada país del planeta es de 10.300 millones de dólares anuales, una quinta parte de lo que la UE tiene previsto emplear en el rescate de los bancos españoles. Aunque la mejor política contra la desnutrición es evitar que llegue a producirse o que provoque el agravamiento de las enfermedades. Este ha sido el objetivo de agencias como UNICEF, que han desplegado numerosos programas de higiene, desparasitación, distribución de vitaminas o yodación de la sal. Los hábitos higiénicos, la gestión de recursos o el consumo seguro de agua tienen efectos determinantes sobre los niveles de nutrición de las poblaciones más pobres.

Pero la pregunta fundamental es si podemos actuar antes de que las crisis más graves lleguen a desencadenarse, y que plantea dos retos fundamentales a los gobiernos nacionales y a la comunidad de donantes: cómo proteger a la población más vulnerable frente a nuevos shocks que desencadenen emergencias alimentarias y, tal vez más importante, cómo garantizar la seguridad alimentaria de las comunidades pobres en el largo plazo. Es la batalla contra el hambre del siglo XXI. Para ganarla, serán necesarias políticas inteligentes y coordinadas en tres frentes: las intervenciones directas contra la desnutrición; las medidas de protección social de la población vulnerable; y el fomento de la seguridad alimentaria y la reducción de la pobreza de ingreso rural. No hay crisis que justifique el abandono de los niños y niñas, es un compromiso que atañe a gobiernos, instituciones privadas e individuos.

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