Todo el mundo entiende que a lo largo de la vida van cambiando nuestras pautas de alimentación. Cuando somos bebés, nos alimentamos a base de leche. Bien lactancia materna (sería lo deseable en todos los casos) o bien leches artificiales, pero en cualquier caso, leche. A medida que crecemos vamos incorporando alimentos (cereales, purés de verduras, de frutas, alimentos sólidos…) hasta alcanzar la edad adulta.
Al final de nuestros días, en la vejez, la alimentación vuelve a ser modificada en el sentido de tomar alimentos más digeribles: caldos, sopas, purés, cremas… Esta variación de la alimentación es consecuencia del cambio fisiológico que va experimentando nuestro tubo digestivo a lo largo de la vida. Pues algo muy parecido es lo que ocurre a nivel de nuestra piel. No es igual, evidentemente, la piel de un bebé que la piel de un anciano. Y, consecuentemente, no necesitan lo mismo desde un punto de vista de cuidados externos. Para hacernos una idea más real de lo que nuestra piel va necesitando a lo largo de la vida, será muy ilustrativo repasar cuales son los componentes básicos de nuestro manto externo.
En primer lugar, todo el mundo lo sabe, en la piel hay células. Es cierto que hay varios tipos de células (queratinocitos, melanocitos…), pero todas ellas tienen un ritmo de renovación celular: nacimiento de células nuevas y muerte de células viejas. El ritmo de recambio o renovación celular es muy rápido en los niños y se va haciendo más lento con el paso del tiempo. Entre las células de la piel existe un espacio que es rellenado con dos elementos fundamentales: el ácido hialurónico, cuya principal función es retener agua e hidratar la piel, y las fibras: de colágeno y elastina, dedicadas a mantener la piel firme y elástica.
Ambos son fabricados por las células de la piel. Esto es lo mismo que decir que cuanto más sanas estén nuestras células, más cantidad de acido hialurónico, colágeno y elastina, y de mejor calidad, serán capaces de fabricar. Estos componentes (células, acido hialurónico y fibras) se distribuyen de manera diferente por las capas de la piel: en la epidermis hay un claro predominio de las células sobre las fibras y apenas hay ácido hialurónico, y en la dermis todo lo contrario, las fibras y el ácido hialurónico abundan más que las células.
A lo largo de la vida, a medida que las células van envejeciendo, se van deteriorando los procesos de nacimiento de células nuevas y de elaboración de ácido hialurónico, de fibras de colágeno y elastina. Al mismo tiempo aumentan los procesos de muerte celular, degradación del ácido hialurónico y deterioro de las fibras. Esto último está enormemente condicionado por la presencia de unos elementos (radicales libres) que van aumentando su presencia en nuestro organismo a medida que envejecemos.
Todo esto acaba condicionando que nuestra piel cada vez esté más deshidratada, menos tersa, más fláccida… como consecuencia del proceso natural del envejecimiento. Es algo a lo que no podemos oponernos, pero tampoco debemos abandonarnos. Si a lo largo de nuestra vida vamos aportando a nuestra piel una serie de principios activos necesarios y beneficiosos para su salud, indudablemente amortiguaremos el proceso de deterioro que hemos expuesto anteriormente. Si al mismo tiempo, tenemos la certeza de aportar los principios activos adecuados a la edad de nuestra piel (y de nuestro organismo) el beneficio será óptimo.
Hay una serie de elementos básicos que irán bien a cualquier edad, ya que son beneficiosos para los procesos fisiológicos principales de nuestra piel (regeneración celular, síntesis de hialurónico, colágeno…). Debemos destacar dos: aceite de argán (por su alto contenido en ácidos grasos esenciales y en vitamina E) y agua (por el efecto de hidratación: fundamental para la supervivencia de nuestras células). Si el agua es algún tipo de agua termal, ¡mucho mejor!
Además, no debemos olvidar la importancia que tiene una adecuada protección frente a los efectos más nocivos del sol con un adecuado fotoprotector. Recordad siempre la preferencia de factores físicos frente a los químicos. Y ¿Cuáles son esos activos saludables para cada edad? Pues podríamos resumirlo de la siguiente manera:
Durante la infancia nuestra piel está pletórica de ácido hialurónico, llena de colágeno y tersa por la elastina. Pero es enormemente sensible a las irritaciones y agresiones externas. Por ello sería ideal aportar periódicamente (me atrevería a decir, diariamente) caléndula, manteca de karité, aceite de girasol, aceite de cáñamo… todos ellos con un alto contenido en ácidos grasos esenciales, sustancias bactericidas…
En el período de la pubertad y la adolescencia, la piel (al igual que el resto del organismo) sufre un importante estímulo hormonal que provoca un cierto grado de desestructuración y, consecuentemente, alteraciones derivadas del mismo: principalmente acné juvenil. En estas situaciones, además de una excelente higiene dérmica y nutricional, debemos aportar sustancias astringentes y purificantes como el arándano, aceite esencial de geranio, así como otros aceites esenciales (limón, romero, clavo) con una importante función antiparasitaria. Durante la vida adulta, al avanzar el proceso de degradación del ácido hialurónico, el componente fundamental a aportar es dicho ácido. La molécula del ácido hialurónico es idéntica en toda la naturaleza: es la misma en las personas, animales y plantas. Por esta razón es ideal utilizar fluidos que aporten dicha molécula, normalmente obtenida de algún elemento vegetal (maíz).
Es en la edad madura cuando más se acelera el proceso degradativo debido a la presencia de radicales libres por consecuencia de la edad. En esta situación, las sustancias antioxidantes se vuelven imprescindibles. Entre ellas hay tres que merecen una mención especial: la clorofila, el aceite de germen de trigo y el aceite de avellana. La piel tiene una función importantísima de protección frente al medio. Si la cuidamos un poco, aportándole lo que necesita, en cada momento de la vida, podremos disfrutar de una superficie corporal saludable, óptima y bella. ¡Cuidémosla!